Cuando trabajaba en una
oficina de nueve de la mañana a dos de la tarde y de cuatro a siete de la tarde
y los sábados de nueve a dos de la tarde, no tenía tiempo para mí. Ahora que ya
no trabajo en una oficina y estoy la mayor parte del tiempo en casa escribiendo,
tengo tiempo para mi y suelo llorar de vez en cuando. A mí no me hace efecto
esa frase de que los hombres no lloran. Lloro al leer un libro, lloro al ver
una película, lloro por varias cosas.
Dicen que llorar es bueno. Se
desahoga uno. También lloro al escuchar una canción. Eso sí, lloro solo. Pocas
veces me ven llorar en público. Ante los demás soy alguien frio y calculador
que no tiene sentimientos. Si alguno de mis amores que tuve me hubieran visto
llorar seguro se reirían de mí. Antes si
lloraba sin importar quien estaba a mi lado. No me importaba nada. Hasta que
conocí a Raquel. Ella me gustaba mucho que cuando éramos amigos contó que su
novio lloró en la puerta de su casa y ella se rio por dentro de lo ridículo que
le parecía que su novio estuviera llorando. Desde entonces no lloro cuando
alguien esta presente porque si un día iba a andar con Raquel no quería que me
viera llorar. Y lo logré. Andar con Raquel porque lo de llorar lo sigo haciendo,
aunque puedo controlarme para que ninguna lagrima se me salga en presencia de
alguien.